miércoles, 18 de febrero de 2009

Chávez indispensable e inesencial

El referéndum recientemente celebrado en Venezuela sobre una reforma de la constitución que posibilita la reelección sin límite de mandatos de los principales cargos públicos de elección popular ha suscitado de nuevo escándalo en numerosos medios de prensa y responsables políticos españoles y europeos. A juicio de estos, el presidente Hugo Chávez pretendería "perpetuarse en el poder" obteniendo un "mandato indefinido", alcanzando así una especie de poder vitalicio. Esto es olvidar, como últimamente se ha señalado, que su permanencia en el cargo depende en cualquier caso de su capacidad de vencer en las sucesivas elecciones e incluso en los posibles referéndums revocatorios que, según las constitución bolivariana en vigor, pueden convocarse por iniciativa popular a mitad de cada mandato. Era de esperar algo de mala fe en aquellos medios que, en su momento, no tuvieron reparo en admitir e incluso aplaudir el golpe de Estado contra el presidente Chávez como una maniobra de "normalización" democrática. Y es que la experiencia revolucionaria bolivariana sigue siendo indigesta para el conjunto de los defensores del consenso racista fundamental en que se basa "nuestro" modelo democrático. Que un importante porcentaje de la población accediera a la ciudadanía, no sólo en términos de voto, sino también de derechos sociales y políticos supuso según la oposición venezolana un "inflamiento del censo" por parte de un gobierno "populista". Efectivamente, con Chávez salieron a la luz del día más de 4 millones de personas que habían sido completamente ignoradas por los gobiernos anteriores en lo que a derechos sociales y políticos se refiere. Esta población negra, india y mestiza constituye la base de apoyo del gobierno de Chávez y el motor de una revolución bolivariana que aspira a romper las barreras de raza y de clase en que estaba tácitamente basado el régimen anterior. En Bolivia, en Ecuador y, en diversos grados, en el resto de América Latina nos encontramos con procesos similares en los cuales grandes movimientos populares pugnan por liquidar el consenso racista mediante una inclusión de las clases populares indias negras y mestizas en una democracia de nueva planta.

En el marco de las sociedades de pasado colonial e incluso esclavista predominantes en América Latina se hace particularmente visible un rasgo fundamental del dispositivo de gobierno liberal y de las "democracias liberales" que en él se basan. Dentro de estos regímenes, se reconocen ciertamente numerosos derechos al conjunto de los ciudadanos: derechos civiles, libertades políticas, inmunidades privadas, incluso derechos sociales. Sin embargo, el "conjunto de los ciudadanos", sin perder su universalidad en el ámbito de las formas jurídicas, se estrecha en la práctica de manera considerable. En la práctica, los derechos quedan limitados al sector de la población que no plantea problemas a la supervivencia del régimen y de sus modalidades diferenciales de explotación y control social. Los individuos libres, iguales y propietarios, los que tienen algo que intercambiar en el mercado son los que constituyen el pueblo, el "conjunto de los ciudadanos". Quedan fuera de éste conjunto, que es un todo exclusivo y excluyente, quienes carecen de propiedad o se encuentran fuera de los circuitos productivos y de intercambio. En los países coloniales este sector de la población está fundamentalmente representado por los descendientes de siervos y esclavos. En los países capitalistas desarrollados, este lugar se ve ocupado por poblaciones procedentes de las antiguas colonias o, en general, de la periferia: inmigrantes con más o menos papeles, refugiados, solicitantes de asilo etc. En casos particulares, como el de los Estados Unidos, la población excluida incluye grupos importantes de población penitenciaria. Sin embargo, incluso los más probos ciudadanos, los que trabajan y tienen propiedades, pueden tener experiencias cotidianas de esta privación de derechos en el marco del despotismo laboral impuesto por unas condiciones de trabajo cada vez más precarias o en esas circunstancias excepcionales, aunque familiares, que son siempre las de cualquier contacto con la institución policial. Las fronteras de la democracia y la ciudadanía pasan así por Guantánamo o los campos de “acogida” de inmigrantes “ilegales”, por las fábricas y las oficinas del precariado o por la comisaría de la esquina.

El objetivo de la revolución bolivariana promovida por Chávez y una amplia coalición de fuerzas sociales y políticas es acabar de una vez por todas con la estructura racista y colonial de la sociedad venezolana. Para ello es necesario que las mayorías sociales accedan a la salud, a la cultura, a la actividad productiva y, por supuesto, a una vida política que no acabe en el voto. Paradójicamente, la multiplicación de las consultas electorales bajo los distintos mandatos presidenciales de Chávez, es muestra de la extraordinaria vitalidad política del país. Las distintas votaciones -en las que no ha salido siempre ganadora la mayoría presidencial como se comprobó en el resultado del referéndum constitucional y en los resultados de las elecciones locales- se realizan en un marco de debate político intenso sobre la realidad del país y sus transformaciones. Podría esperarse, según una lógica europea o norteamericana, que un pueblo que apoya mayoritariamente y de manera reiterada el liderazgo de Hugo Chávez fuese políticamente pasivo, que la presencia en la más alta magistratura de la República de un personaje carismático sustituyese todo tipo de actuación política por parte de la población. Esto, con carisma o sin carisma de los dirigentes, es lo que ocurre de manera sistemática en las democracias liberales. En ellas, el pueblo abandona masivamente todo protagonismo político en favor de los distintos poderes del Estado que se erigen en sus representantes. Como afirmaba ese gran clásico de la forma más burguesa del liberalismo que fue Benjamin Constant, la libertad de los "modernos" consiste, no en participar en la vida política de la ciudad, sino en disfrutar de sus "goces privados". El gobierno, considerado como una actividad, por un lado pesada y por otro peligrosa, queda así en mano de administradores profesionales. En este tipo de régimen, lo único que ofrece a la población un símil de garantía contra el despotismo de sus dirigentes es la posibilidad de cambiarlos periódicamente. En el capitalismo liberal, lo único que puede cambiar son los representantes políticos. Por supuesto, a condición de que no cambie nada más. Cuando se parte del dogma liberal que afirma la naturalidad de las relaciones sociales y económicas, toda pretensión de transformarlas supone una transgresión, no ya de las leyes humanas sino de las que impone la propia naturaleza. La gran ficción en que se basa la dominación capitalista en el contexto liberal consiste en el rechazo de que unos hombres gobiernen a otros, lo cual no está reñido con la más completa sumisión a una pretendida dominación de la naturaleza en lo que a la economía y la sociedad se refiere. Mercier de la Rivière, uno de los primeros " economistas" de la escuela fisiocrática sostenía que era posible y aun provechoso un despotismo político basado en el más estricto respeto de de lo que consideraba como "las leyes de la naturaleza". Lo que hoy denominamos libertad de mercado se denominaba aún en el siglo XVIII "despotismo". Sostiene así Mercier: «el despotismo natural de la evidencia conduce al despotismo social: el orden esencial de toda sociedad es un orden evidente, y como la evidencia siempre tiene la misma autoridad, no es posible que la evidencia de este orden sea manifiesta y pública, sin que gobierne despóticamente.» (Le Mercier de la Rivière, L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Nourse-Desaint, Londres- Paris,1767, p. 280).


Sin embargo, para que este despotismo fuese aceptable, este debía desprenderse de todo carácter personal. El monarca despótico de Mercier debía ser un mero ejecutor de los preceptos dictados por el orden natural de la sociedad. Se comprende así que las democracias liberales herederas de este pretendido gobierno natural consideren fundamental para la libertad de los ciudadanos el cambio de las personas que ostentan la representación política. La política en cuanto tal ha perdido todo contenido, pues el orden social y económico fundamental resulta inalterable: en términos de Margaret Thatcher, "No Existe Alternativa, There Is No Alternative (consigna antipolítica que se traduce en las siglas TINA, el SPQR del Imperio neoliberal). En el capitalismo democrático y liberal, los ciudadanos se ven representados por un poder doblemente legitimado por las elecciones y por su ortodoxia en materia económica. Esta última se basa en un saber que se supone a todo gobierno que actúe conforme a los pretendidos dictados del mercado, esto es conforme a los intereses de los grupos capitalistas dominantes. Para los detentadores de ese saber toda discrepancia, todo oposición tiene su origen en la ignorancia. Existe así la verdad, que se expresa como evidencia natural y, frente a ella, las distintas variantes del “populismo”, o de los intentos “irracionales” de defender los intereses populares frente a los dictados del capital. En un contexto de igualdad política formal entre los ciudadanos, el único modo de hacer pasar este efectivo despotismo por una forma de democracia consiste en impedir (aun así con algunas excepciones como las “monarquías constitucionales” o los regímenes liberales abiertamente dictatoriales), que los mismos personajes se perpetúen indefinidamente en los principales cargos de representación política. De ese modo, es posible realizar a la vez el ideal de Rousseau de que un hombre no gobierne a otro hombre y el de Mercier de que el auténtico rector de la sociedad sea la naturaleza. El peligro del despotismo y del totalitarismo no hay que situarlo tanto en los regímenes denominados “populistas” como en el propio (neo)liberalismo como negación de la política y del antagonismo en nombre de la naturaleza. Afirma en este sentido Ernesto Laclau: “Para pensar el totalitarismo hay que pensar en regímenes que no construyan a un pueblo sino que pongan límites absolutos a la construcción de ese pueblo. Si se piensa en regímenes autoritarios, potencialmente totalitarios, en América Latina, no hay que pensar en el populismo sino, por ejemplo, en el neoliberalismo.”


En el caso de Venezuela nos encontramos con una situación sumamente distinta. Tras la quiebra del modelo de democracia liberal oligárquica consecutiva a la gran insurrección popular contra el neoliberalismo que representó el Caracazo, la alternancia de los políticos profesionales en los principales cargos representativos perdió toda significación. La propia llegada a la presidencia de la República de un personaje como Hugo Chávez Frías que no es ningún político profesional muestra la amplitud de una crisis de representación política correlativa a la crisis de legitimación social del capitalismo en Venezuela. Conquistar la democracia por parte de las mayorías sociales, no sólo en Venezuela y América Latina sino en el resto del mundo capitalista supone romper con el despotismo de un gobierno supuestamente natural. Resulta fundamental para ello liquidar los mecanismos ideológicos y políticos que reproducen la “naturalidad del mercado”, una naturalidad que apenas logra ocultar el poder de clase de las oligarquías capitalistas.


La revolución bolivariana, a pesar de las numerosísimas dificultades que atraviesa y de sus importantes contradicciones, avanza en ese sentido, fomentando la apropiación por parte del pueblo de la riqueza social y de los medios de producción, pero también desarrollando a través de los consejos comunales formas de democracia que no sólo permiten sino que requieren una constante intervención de la ciudadanía. En este contexto, la posibilidad de que Hugo Chávez sea reelegido por un número indefinido de mandatos, refleja la exigencia de dar continuidad a un proceso largo y difícil de transformaciones sociales, y en ningún modo la sumisión del pueblo venezolano a los dictados de ningún déspota. A diferencia de lo que ocurre en las democracias liberales en las que lo único que puede cambiarse son los gobiernos, en el proceso revolucionario bolivariano lo determinante es la transformación social efectiva, aquella misma que resulta imposible en un marco liberal y representativo en el que la población se dedica a sus “goces privados”. La permanencia de Hugo Chávez en la presidencia de la República depende así de su capacidad de contribuir desde su cargo a neutralizar el espacio de la representación política y su correlato dentro del dispositivo liberal que es la pretendida autorregulación de la esfera económica. Ciertamente se necesita tiempo para ello, lo cual justifica que Chávez vuelva a presentarse ante los electores para obtener uno o varios nuevos mandatos presidenciales. Para el proceso bolivariano, Chávez es a la vez indispensable e inesencial. Indispensable, pues, al menos de momento, representa la continuidad de la revolución y asume una indispensable función de destrucción de la función representativa, precisamente mediante su retórica “populista” perfectamente inadecuada a la “dignidad” del cargo presidencial. Inesencial, porque el objetivo de la revolución, en palabras del propio Chávez es acabar con el Estado burgués y sus dispositivos de despolitización mediante la representación. Tal vez sea necesario que, durante un cierto tiempo, Venezuela mantenga en la presidencia a esa bestia negra de todas las oligarquías capitalistas que es Hugo Chávez. Que no cambie de presidente, mientras la sociedad experimenta un cambio decisivo. En cualquier caso, si Chávez se opusiera a los objetivos de transformación social y de conquista de la democracia, la constitución bolivariana contiene ya medidas eficaces para prevenir la consolidación de una dictadura personal. Una de ellas, por cierto heredada de la singular experiencia de democracia revolucionaria que fue la Comuna de París, es la posibilidad de revocar a mitad de su mandato a todos los cargos públicos electos, incluido, naturalmente, el presidente de la República.

sábado, 7 de febrero de 2009

Eluana (Englaro) o la vida obligatoria. Del racismo al vampirismo

"El Estado no tiene por finalidad transformar a los hombres, de seres racionales en animales o en autómatas" Spinoza, Tratado teológico-político, XX

En sus cursos sobre la biopolítica de finales de los años 70, Michel Foucault contraponía dos tipos de poder: un poder soberano, basado en la ley y cuya prerrogativa es “hacer morir y dejar vivir” y un poder biopolítico cuyo objeto es la vida de las poblaciones y que tiene por máxima “hacer vivir y dejar morir”. Ambos poderes coexisten y se articulan entre sí. En nuestras sociedades nos encontramos así con la coexisteencia de formas de poder centradas en la ley y en la represión de sus infracciones y de otras formas de poder que se caracterizan por un permanente control de las poblaciones y de los individuos encaminado al fomento de la vida. Conocemos, de ese modo, un poder soberano, legal y discontinuo, que se manifiesta preferentemente como fuerza que castiga las infracciones y otro poder permanente y mucho más discreto que el anterior, que se ejerce sobre la vida y la población. Caracteriza al poder soberano el hecho de que allí donde no tiene que imponer su ley mediante sanciones e incluso mediante el ejercicio de su monopolio del poder de matar, “deja vivir” a los súbditos. Allí donde la ley no regula la realidad, la vida tiene derecho a expresarse con libertad. El poder tremendo del soberano, clásicamente representado en el Leviatán de Hobbes es, con todo, un poder discontinuo, que sólo interviene episódicamente para restablecer el orden legal, pero que, por lo demás, no interfiere innecesaiamente en la vida. Esta última, clásicamente, sigue perteneciendo a la esfera privada e incluso íntima de los individuos.

El surgimiento de un poder biopolítico, cuya coexistencia con el poder legal del soberano marcará el surgimiento del modelo liberal de gobierno, cambia radicalmente el planteamiento caracteristico de la soberanía. En cierto sentido, lo invierte. Su máxima “hacer vivir y dejar morir” conecta de manera decisiva el poder con la vida y deshace las lindes entre lo público y lo privado. Cuando se afirma que el biopoder gobierna la vida de la población, ello equivale a decir que fomenta su calidad y su intensidad y regula su cantidad. Para conseguir este objetivo no opera mediante intervenciones directas, sino estableciendo dispositivos que obtienen resultados concretos (un aumento o disminución de la población, un incremento de la riqueza, una mejora de la salud) mediante la acción libre de todos y cada uno de los integrantes de esta población. El fomento de la vida que se expresa en el liberalismo como la creación de un marco para el logro de la “felicidad individual” es así el principio fundamental por el que se rigen nuestras sociedades. Quienes lo transgreden, como los asesinos, los terroristas o los delincuentes sexuales, quedan calificados como enemigos del plan biopolítico de fomento de la vida mediante la libertad, como enemigos de la vida y de la humanidad, formas de vida nocivas y que, como tales, pueden exterminarse. Esto es en gran medida lo que explica la inmensa popularidad del homicidio en la literatura y el cine de masas y del terrorismo y la pedofilia en los medios de comunicación y el espectáculo político.

El caso de Eluana Englaro, la joven italiana que llevaba 17 años en coma profundo y entorno a la cual se ha desarrollado -y tras su muerte persiste- un importante debate ético y político en Italia, ha venido a recordarnos la pertinencia de estas observaciones de Foucault. Tras años de combate judicial, los padres de la joven lograron que la justicia italiana permitiese a los médicos desconectar a Eluana Englaro del complejo dispositivo que la mantiene en vida vegetativa. Cuando por fin parecía posible poner término a la pesadilla que constituye la prolongación indefinida de un estado que no es ni de vida ni de muerte, se produjo una doble intervención de la Iglesia católica y del gobierno de Silvio Berlusconi para impedir que acabara este prolongadísmo caso de ensañamiento médico.

Para la Iglesia, se trataba de defender, como en el caso del aborto, la vida como don de Dios frente a los intentos humanos de disponer de ella. Bien es cierto que este principio no es tan absoluto como parece, pues la Iglesia acepta en determinadas condiciones decisivas excepciones a esta norma, como la pena de muerte y la “guerra justa” y tampoco se escandaliza demasiado su jerarquía por el orden capitalista que mata de hambre y enfermedades curables a millones de seres humanos cada año. Ciertamente, en estos casos, se trata de proteger bienes superiores como el orden político y jurídico, que como se sabe, nos ponen al amparo de males mayores. Según el dicho escolástico minus malum habet rationem boni (el mal menor guarda cierta proporción de bien). De manera general, la presencia del mal en el mundo, incluso del mal que afecta injustamente al inocente, puede justificarse dentro de los vericuetos insondables del plan divino de salvación que los padres de la Iglesia denominaron “Economía”. El dolor, el mal, el sufrimiento tienen una finalidad para el cristiano. Benedicto XVI en el sermón del Angelus pronunciado el 1 de febrero y reproducido en el Osservatore Romano ilustraba perfectamente esta tesis con macabra poesía: “ Es precisamente "la fuerza de la vida en el sufrimiento” el tema que los obispos italianos han escogido para su habitual Mensaje con ocasión del Día de la Vida que hoy se celebra. Me uno de todo corazón a sus palabras en las que se advierte el amor de los Pastores por la gente, y el valor de anunciar la verdad, el valor de decir con claridad, por ejemplo, que la eutanasia es una falsa solución al drama del sufrimiento, una solución que no es digna del hombre. La auténtica respuesta no puede ser, efectivamente, dar la muerte, por "dulce" que esta sea, sino dar testimonio del amor que ayuda a enfrentarse al dolor y a la agonía de modo humano. Tengamos esta certidumbre: ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está cerca de él, queda desperdiciada ante Dios.” En la economía cristiana, el dolor no es algo simplemente negativo, sino el mejor modo de que el hombre participe en el sufrimiento y la muerte de Jesucristo. Tiene así un valor instrumental. Es inversión y no pura pérdida. Intentar suprimirlo o paliarlo excesivamente es oponerse a los planes de la providencia de manera arrogante y egoista. De ahí que la eutanasia, al igual que el suicidio, resulte absolutamente inaceptable.

Para Berlusconi, por su parte, se trataba de seguir la línea marcada por la Iglesia dentro de una práctica política caracterizada por el decisionismo y la banalización de la excepción. Su actitud se justifica como una paradójica manifestación de poder “soberano” ante una situación de urgencia y excepción: más allá del “dejar vivir” biopolítico que debería permitir lógicamente que se pusiera fin al ensañamiento médico con Eluana Englaro, su posición representa una afirmación de un poder que se niega a “dejar morir”, que no se limita a fomentar la vida, sino que obliga a vivir. Un poder soberano que impone, no ya la pena de muerte, sino la “pena de vida”. Según el padre de Eluana Englaro, esta vida vegetativa obligatoria, más allá de la vida propiamente dicha “es peor que una condena a muerte”. Se trata de una situación que guarda cierto paralelismo con la alimentación forzada impuesta a los presos en huelga de hambre, de la que tenemos un ejemplo reciente en la actitud que adoptó el régimen español con el preso político vasco Iñaki de Juana. Es algo así como una pena de muerte al revés, en la cual un poder a la vez soberano y biopolítico que no deja vivir, sino que obliga a hacerlo, no permite tampoco a sus súbditos morir. La combinación del principio de soberanía y del régimen de gobierno biopolítico se traduce en estos casos en una absolutización totalitaria del objetivo de fomentar la vida por parte de algunos representantes de los poderes soberanos de este y del otro mundo.

El margen de libertad que quedaba a los individuos y a los grupos humanos en un régimen de poder soberano se afirmaba como un “dejar vivir” correlato del “hacer morir”. El poder soberano que dispone del monopolio del homicidio legítimo abandonaba de ese modo la vida a su suerte, asumiendo tan sólo como propio el ámbito de la ley y de la muerte. Inversamente, el poder biopolítico reconoce en principio como ámbito de libertad el “dejar morir”. Cuando ya no se puede fomentar la vida o cuando no se desea hacerlo, por ser esta vida “indigna de vivirse”, el gesto del poder biopolítico no es matar, sino dejar morir. La muerte es así uno de los pocos espacios de intimidad que siguen existiendo en un régimen biopolítico plenamente desarrollado. En régimen biopolítico, todo lo que tiene que ver con la vida y la salud es exaltado, es objeto de publicidad y de control, mientras que la muerte directa -no la espectacular de la televisión o del cine- es cuidadosamente ocultada.

Sostenía Foucault que, cuando en régimen biopolítico era necesaria la reafirmación del poder soberano, este ejercía su derecho a quitar la vida no de manera absoluta, sino en nombre de la defensa de la vida. Para ello, tenía que operarse dentro del continuum vital un corte entre la vida que debe protegerse y las formas de vida que resultan nocivas para esta y deben destruirse. El discurso que determina este corte, el que lo justifica y lo orienta es el del racismo. El racismo es el modo en que el soberano hace su aparición transcribiendo su modo específico de poder en términos biopolíticos, merced a una delimitación de las formas de vida que se pueden y deben liquidar. Sabemos que el nazismo representa una articulación ejemplar de formas extremas de poder soberano y biopolítico. Ello lo convertía necesariamente en un poder estructuralmente racista. Sin embargo, formas normales y “democráticas” del Estado liberal mantienen también prácticas y discursos racistas a la hora de gestionar el poder sobre territorios coloniales, poblaciones inmigrantes, disidentes políticos, delincuentes sexuales, enfermos mentales etc.

La posición mantenida por Berlusconi en el caso "Eluana" o por el gobierno de Zapatero en el caso De Juana no corresponde a este supuesto, sino tal vez a uno radicalmente inverso, en el cual el poder biopolítico tiene que afirmarse como poder soberano. Del mismo modo que el poder soberano, para ser operativo en contexto biopolítico, debe matar en defensa de la vida, el poder biopolítico en contexto de legitimidad soberana debe obligar a vivir para expresar su facultad de tomar posesión de la vida de un individuo. Reflejo especular del racismo, esta combinación aún sin nombre de un régimen biopolíico con una legitimidad soberana, sugiere una nueva vía de excepción: la condena a vida se opone a la condena a muerte como la continuidad de lo biopolítico a la discontinuidad de la soberanía. El equivalente de una pena de muerte en términos biopolíticos sería así el manenimiento indefinido de esta vida más allá de la muerte cuyos ejemplos literarios se encuentran en las novelas de vampiros o en los relatos de zombis. Las almas en pena son sobre todo cuerpos en pena que no encuentran el sosiego de la muerte. La tentación vampirista del poder moderno, soberano y biopolítico a la vez no es incompatible, sino perfectamente complementaria con el racismo. El poder que pretende mantener entre la vida y la muerte a sus súbditos, en nombre de la caridad y la defensa de la vida, es el mismo que encierra, expulsa, tortura e incluso mata a los cuerpos extraños venidos de los países periféricos. Los buenos sentimientos de compasión y caridad ante la víctima absoluta, el cuerpo humano desconectado de toda participación activa en cualquier circuito social o lingüístico, son la forma más explícita de aceptación de un poder absoluto, un poder que, por cierto, y también en nombre de la vida, puede matar sin escrúpulos ni límites.

Eluana Englaro murió, o mejor dicho, terminó de morir hace dos días tras una larguísima agonía que la Iglesia y el régimen de Berlusconi pretendían prolongar indefinidamente. Escapó así a la gigantesca violencia de un poder que se ejerce en nombre de las víctimas, para el cual la vida desnuda, ese producto que supieron fabricar en masa los campos de concentración, se convierte en medio de exaltación del poder que, en lugar de destruirla como en Auschwitz, la mantiene. Se acabó, de momento, la permanente interpelación de una muerta sin cadáver por su nombre. La familiaridad de llamarla "Eluana", sin mencionar su apellido, constituía un elemento del ritual de perpetuación vampírica de la muerte en vida. También formaba parte de ese dispositivo el horrendo fantasma de violación del primer ministro italiano que hasta el último momento recordó que la joven podría concenir un hijo. En este marco desolador destaca la decencia, el rigor democrático y cívico del padre de la joven, que procuró enfrentarse por todos los medios legales a la pesadilla de un poder sin límites. Su actitud es loable y necesaria, pero lamentablemente no es suficiente. Tanto en Italia como en el resto del mundo corremos el gravísimo riesgo de que se difundan a la vez el racismo y este reflejo especular del racismo que podriamos llamar provisionalmente vampirismo. Ambos guardan estrecha relación con la dualidad de poderes que mantiene el capitalismo. Mientras los vivientes no logremos hacernos con nuestra propia vida y esta siga a merced del Estado y de las dinámicas de valorización del capital, todos corremos el riesgo en grados mayores o menores de ser tratados con viscosa solicitud como víctimas, hasta el límite absoluto que es la muerte en vida..


La muerte de Eluana Englaro al cabo de tres días de interrupción de su alimentación artificial pone provisionalmente fin al espectáculo de cinismo y oportunismo político escenificado por Berlusconi y Ratzinger. Queda, sin embargo, una sociedad, no sólo italiana, marcada por un estilo de poder a la vez paternalista y descarnado, donde la defensa de las víctimas es el valor fundamental. Estamos viviendo en un mundo donde el fomento por los poderes del capital de la vida, -concebida como lo último que puede arrebatarse a una víctima- puede transformarse en práctica neovampirista del mantenimiento de la muerte en vida.