miércoles, 27 de abril de 2011

Democracia en Cuba

  



"uno de nuestros mayores errores al principio, y muchas veces a lo largo de la Revolución, fue creer que alguien sabía cómo se construía el socialismo"
Fidel Castro Ruz, 17 de noviembre de 2005


El sexto congreso del Partido Comunista de Cuba acaba de debatir y aprobar la versión definitiva de los lineamientos de política económica. Este acontecimiento resulta muy singular visto desde nuestra parte del mundo. En primer lugar, muestra que las cuestiones económicas pueden ser objeto de una decisión política y no están siempre ya decididas por la dinámica invencible de los mercados. En segundo lugar, la dirección comunista cubana nos muestra que unas directrices de política económica pueden ser enmendadas por la ciudadanía en el 60% de su contenido y ello tras un largo proceso de debate en el que han participado todas las categorías de la población en los barrios, las empresas, las universidades e incluso las escuelas secundarias.

Ambas experiencias, profundamente democráticas, son sencillamente inconcebibles en las sociedades capitalistas en que nos ha tocado vivir. Ningún gobierno europeo ha organizado ningún debate público sobre la financiación pública de los bancos tras la crisis de los activos tóxicos, ni sobre las reformas laborales, ni sobre la reducción generalizada de sueldos públicos y pensiones, ni sobre el aumento de la edad de jubilación. Ni siquiera los partidos neoliberales de izquierda o derecha que nos gobiernan propusieron nunca medidas semejantes en sus programas electorales. Sencillamente, en el capitalismo, sobre la economía no se puede decidir nada que vaya en contra de los mercados, es decir de los intereses sagrados del capital financiero. La idea misma de una consulta sobre esta materia resulta tan absurda como la decisión de una asamblea de internos del frenopático de que mañana haga sol y buen tiempo. Un país como Cuba resulta, a pesar de sus múltiples defectos de los que no sólo es reponsable el bloqueo, un pésimo ejemplo para el orden capitalista en el resto del mundo. El hecho de que allí se decida sobre la economía, significa que aquí se ocultan decisiones políticas efectivas bajo la apariencia mentirosa de que se está obedeciendo a leyes naturales. Basta para convencerse de ello leer La crisis que viene, un excelente librito descargable gratuitamente que explica con claridad y rigor cómo en Europa y en concreto en el Estado Español se está haciendo pasar por una fatalidad económica un conjunto de medidas de redistribución de la riqueza en favor de los más ricos.

Aparentemente, los lineamientos representan un ajuste económico sin precedentes en el que se prevé transferir a un sector privado aún por estructurar a medio millón de trabajadores del Estado, quedaría progresivamente eliminada la "libreta" de racionamiento, sustituyéndola, para las personas más necesitadas, por una subvención en metálico y pasarían a un naciente y limitadísimo sector privado toda una serie de actividades que hasta hoy han estado en manos del gobierno con resultados poco halagüeños. El mercado hace pues su entrada oficial en una economía hasta ahora casi monopolizada por el Estado. Hay quien dirá que esto es el comienzo del fin del socialismo y un regreso al capitalismo y que se prefigura en Cuba un modelo de desarrollo a la China con un amplio desarrollo del mercado y una dirección política autoritaria de la economía. No lo parece. En primer lugar, las medidas que se van a adoptar se aplicarán de forma no traumática y se mantendrá un sistema de protección social eficaz para el conjunto de la población, preservándose la enseñanza gratuita a todos los niveles y la sanidad gratuita y universal.

Considerar que las medidas preconizadas por los lineamientos son "contrarias al socialismo" significa suponer que existe un único modelo de socialismo, que existe un saber sobre la economía y la sociedad que bastaría aplicar para construir un tipo de sociedad conocido de antemano. Sin negar que en la propia Cuba existió la tentación, sobre todo en los años 70, de afirmar que existía un modelo socialista identificado con el soviético, es importante destacar que la dirección comunista cubana antes y después de ese período se caracterizó por su flexibilidad y su capacidad de experimentar nuevas formas de organización y decisión con una participación nada simbólica de la población. La práctica del Che Guevara en los primeros años de la revolución es ejemplar a este respecto, pero no representa ni mucho menos el único caso de experimentación política y social de la construcción de una nueva sociedad. Por otra parte, la introducción de un espacio de mercado en la economía cubana sólo es una medida contraria al socialismo para quien identifique socialismo y economía de Estado. En sí, tanto el Estado como el mercado son obstáculos al único objetivo real del socialismo: el comunismo. El proceso de transición al comunismo que se denomina socialismo -no otro es el significado marxista de este término- no puede ser sino una desestabilización interna de los dos grandes dispositivos de dominación del capitalismo que son el Estado y el mercado generalizado en la perspectiva de la abolición de ambos.

El socialismo es según Marx una fase inestable de transición a un sistema en completa ruptura con el capitalismo que se denomina comunismo. El socialismo mantiene numerosos elementos del capitalismo: el Estado, elementos de mercado, el trabajo asalariado etc. El socialismo no es ningún modo de producción, sino una fase de desestabilización del orden capitalista determinada por la lucha de clases. Como lo hemos visto en los países de la Europa del Este, el socialismo no conduce sólo al comunismo. En las irónicas palabras de Etienne Balibar, el marxismo debería hoy plantearse el novedoso problema de la transición en un sentido regresivo: "del comunismo al capitalismo.." Esto significa algo muy sencillo para un materialista: no existe ninguna finalidad en la historia, no existe ningún "sentido de la historia" que pueda suplir a la providencia religiosa. Nada garantiza el comunismo y desde luego no el socialismo que, según Althusser reúne "todas las condiciones de imposibilidad del comunismo". El comunismo como régimen de abundancia y de libre acceso a los comunes productivos y a la riqueza social es un resultado aleatorio de una lucha social y política cuyo marco es el socialismo. El comunismo, además, no es posible en un solo país, ni siquiera en un país tan grande como era la URSS. Su requisito es una transformación social radical a nivel planetario.

Es absurdo plantearse hoy en Cuba una transición al comunismo independiente de un desarrollo comunista de la producción y de las sociedades a escala mundial. Con todo, la espera de una revolución mundial no puede ser pasiva. Mientras tanto, hay que hacer todo lo necesario para desarrollar la capacidad de acción, la potencia efectiva del conjunto de la población: la salud, la enseñanza y la cultura son a este respecto esenciales. Cuba ha cosechado en este terreno grandísimos éxitos que permitirían un paso sin demasiadas dificultades a una sociedad basada en el libre acceso a los comunes productivos. Sin embargo, quien hoy visita Cuba ve un contraste fortísimo entre una población sana, culta, correctamente vestida, más parecida a la del primer mundo que a la del tercero y unas condiciones materiales a menudo tercermundistas. Mantener el proceso revolucionario exige acabar con una escasez material excesiva que no puede sólo justificarse por el bloqueo, aunque éste es innegablemente muy dañino. Además de ser víctima del acto de guerra continuado que representa el bloqueo norteamericano, Cuba ha mantenido una especia de comunismo de guerra espartano que hoy, según los propios comunistas cubanos, ya no se puede mantener sin poner en peligro el conjunto del proceso. Una vida material aceptable para el conjunto de la población exige la movilización de la iniciativa particular de los ciudadanos tanto dentro de la economia estatal como en el sector mercantil.

Cuba nos da hoy un ejemplo de democracia efectiva. Nos muestra que es posible decidir independientemente de los mercados. Esa independencia es inseparable de la independencia nacional reconquistada en Cuba con la revolución de 1959. Sin embargo, para que esta independencia sea firme y efectiva, para garantizar precisamente que el mercado no vuelva a ser soberano, la revolución cubana tiene por delante un importante desafío: alentar no sólo la iniciativa económica, sino la iniciativa política del conjunto de la población. Para ello es necesario dar mayor contenido a las estructuras de poder popular hoy existentes haciendo no ya que evolucionen hacia un pluralismo partitocrático como en nuestros capitalismos "democráticos" de Europa y Estados Unidos, sino hacia formas de participación ciudadana efectiva basadas en otra forma más real de pluralismo que permita la expresión de las singularidades. La experiencia del debate sobre los lineamientos es un primer paso importante, aunque limitado. Unos medios de comunicación social públicos, pero libres y pluralistas, serían un elemento fundamental para este nuevo aliento político. En la Cuba actual los medios de prensa existentes, en particular la prensa comunista, son claramente inadecuados al nivel cultural y político de la población. La transición al comunismo no puede realizarse sólo en Cuba; por ello mismo, el período de inestabilidad y de experimentación permanente que constituye el socialismo perdurará aún durante bastante tiempo. Mientras tanto, la revolución cubana ha sabido mantener y desarrollar la posibilidad de un comunismo imposible. Esto es lo que explica, sin duda su pervivencia tras el derrumbe de un bloque socialista que había renunciado hacía tiempo a esa posibilidad de lo imposible.

viernes, 8 de abril de 2011

Fukushima: la pulsión de muerte como fuente de energía



Varios reactores de la central nuclear de Fukushima aún está en peligro de fusión, cuando llega la noticia de una segunda central nuclear japonesa cuyo contenedor se ha resquebrajado. Da la impresión en estos accidentes que se estuviera manejando algo imposible de controlar, pues no sólo siguen produciéndose catástrofes o simples accidentes nucleares, sino que el ritmo al que estos se producen parece ir en aumento. Hace una veintena de años, con menos centrales nucleares en el mundo y con un parque de centrales relativamente más reciente, se calculaba el riesgo de accidente grave en uno cada 15 a 20 años. Hoy, a parte del gran número de accidentes ocultados o minimizados por la industria, los medios de comunicación y los gobiernos, parece que vamos superando esta frecuencia. La energía nuclear no es, sin embargo, "económicamente indispensable", ni siquiera para el capitalismo de consumo, pues puede sustituirse con facilidad mediante energías renovables: China lo está haciendo parcialmente, Alemania y Suecia lo tienen previsto a corto plazo. El capitalismo de consumo, no lo olvidemos, también es sustituible.

La "necesidad" de la energía nuclear nada tiene que ver con los imperativos de nuestra existencia material, ni siquiera con las exigencias de nuestra "comodidad". Si nos parece tan inerradicable es porque es perfectamente coherente con un sistema de dominación que hoy no solemos ser capaces de reconocer, debido al grado de "naturalidad" que le otorgamos. El capitalismo, tal es el sistema de dominación a que nos referimos, no es un sistema orientado a la satisfacción de necesidades, sino más bien a la multiplicación al infinito de éstas. Una producción orientada por la lógica de la mercancía y del beneficio jamás puede contentarse con satisfacer necesidades. En términos freudianos, el capitalismo no puede contentarse con regirse por el principio de placer. El principio de placer es un principio "económico" en sentido antiguo, en sentido aristotélico, pues el placer se define como fin de la tensión provocada por una determinada presión interior o exterior ejercida sobre el individuo. Lo que libera de esta presión tensión produce placer restableciendo el equilibirio inicial. La satisfacción es así retorno al equilibrio. El principio de placer es un principio esencialmente conservador.  Pero el principio rector del capitalismo no puede ser el placer, sino algo que está más allá del placer y que incluye cierto sufrimiento y cierto dolor. Jacques Lacan. bautizará a ese "más allá del principio de placer" con el término de "jouissance", en castellano "goce". El goce tiene como límite la muerte del sujeto - pasa "de las cosquillas a la parrilla"- y se ve siempre alimentado por la pulsión de muerte. Lo que nos mantiene en vida es una limitación de este goce por el lenguaje que le pone freno, por el discurso.

Lo que da al capitalismo su aspecto "natural" es su juego permanente con el goce y la pulsión de muerte, esto es con aspectos esenciales del ser humano en tanto que hablante. La propuesta capitalista es simple y sádica: si esto le ha gustado, encontraremos algo que le guste más, siempre más. El capitalismo secuestra a través de la mercancía una caracterùistica fundamental de todo deseo humano: su naturaleza metonímica, el hecho, fácilmente reconocible de que lo que siempre deseamos en algo es...otra cosa. Esa otra cosa, tiene su límite en algo siempre inalcanzable, en ese morirse de gusto en que consistiría una -imposible para el sujeto vivo- "satisfacción definitiva". El capitalismo es así la puesta en funcionamiento como resorte económico del más allá del principio de placer, de la pulsión de muerte.

Con el capitalismo, la pulsión de muerte se hace algo cotidiano, se banaliza y mercantiliza. Por ello mismo, el propio sistema que juega siempre con este aspecto tanático, tiene que convertirse en un sistema de control estricto de los actos de individuos y poblaciones. La sociedad del riesgo cantada por los neoliberales es estrictamente lo mismo que la sociedad de control. Se trata de los dos aspectos complementarios de la producción y del consumo capitalistas: por un lado la acumulación ampliada de capital sostenida por la acumulación ampliada de deseo y por la constante transgresión del principio de placer con todos los riesgos consiguientes para la salud humana o la vida humana en el planeta; por otro lado una malla cada vez más estrecha de controles orientados a mantener la salud y la seguridad de los individuos. El problema es que la maximización del beneficio está en permanente conflicto con la seguridad y los dispositivos de seguridad no eliminan los riesgos, sino que cada vez permiten que haya más riesgos mediante un cálculo cada vez más afinado. Riesgo y beneficio son objeto de cálculos complementarios que cada vez permiten asumir más riesgos y obtener mayores beneficios para el capital. Hoy la cantidad de productos directamente tóxicos y cancerígenos presentes en el mercado es directamente proporcional a los recursos médicos destinados a limitar la muerte por cáncer. Se logra hacer que muera proporcionalmente menos gente por cáncer, al tiempo que se introducen en el ambiente y en la cadena alimentaria más elementos patógenos."Nos" podemos permitir más cáncer a cambio de más beneficios.

La energía nuclear se inscribe como emblema en esta sociedad del riesgo que gestiona comercialmente la pulsión de muerte. Sin embargo, su puesta de largo no fue una utilización "civil" sino su uso militar exterminista. Antes, mucho antes de Fukushima, Hiroshima. Se trataba aquí de que una gran potencia soberana, los Estados Unidos de América, hiciese saber ante la faz de la tierra que a ella se aplicaba la fórmula bíblica que define al Gran Leviatán: "no hay potencia en la tierra que se le compare". Los centenares de miles de muertos instantáneos de Hiroshima y Nagasaki dan una impresión de poder divino, de ese poder consistente en hacer que lo que es deje de ser. El poder que siempre ambicionó tener cualquier soberano. Un poder que también se rige por la pulsión de muerte, que, como las demás pulsiones según Freud, está sometida a la ambivalencia: mirar-ser mirado, excretar-ser excretado, maltratar-ser maltratado, matar-ser matado. Soberano es quien tiene derecho a matar y ejerce ese derecho. Nunca un poder soberano pudo en la historia de la humanidad matar tanto ni tan rápido como la primera potencia nuclear.

Restablecido el equilibrio mediante la existencia de varias potencias nucleares, equilibrio que dominó la guerra fría, ya no era posible utilizar la energía nuclear con fines bélicos sin poner en peligro su propia existencia. Ese fue el principio de un nuevo régimen de la energía nuclear: su uso "civil". El uso civil se rige, sin embargo, por el mismo principio que el militar: se trata de desencadenar un proceso físico que libera una tremenda energía sumamente dfícil de controlar. La diferencia estriba en el cálculo de riesgos: en uno se trata de aumentar al máximo la letalidad de esa energía, en el segundo, de reducirla al mínimo. En ambos casos, la letalidad, la posibilidad de dar la muerte está presente. En el uso civil de la energía nuclear, ya no será el soberano quien decida sobre el uso, sino la "técnica" y la "economía". Pasamos así de un régimen de soberanía basado en la decisión y en la ley como voluntad soberana a una sociedad biopolítica basada en el control, en el poder difuso que vigila y limita unos procesos sociales autónomos. Sus principios según los enuncia Michel Foucault: son recíprocamente inversos  para la sociedad de soberanía "hacer morir, dejar vivir"; para la de control "hacer vivir, dejar morir". La soberanía se basa en una gestión al por mayor de la muerte, la biopolítica en su gestión como inevitable residuo. Ambos principios se articulan en el Estado capitalista contemporáneo, que si bien renuncia cada vez más a la pena de muerte y a la guerra abiertamente declarada, practica con cada vez más intensidad y frecuencia el terrorismo de Estado y la "intervención humanitaria". La energía nuclear es la forma más visible en que, en contexto biopolítico, de preservación y fomento de la vida, se sigue expresando la pulsión de muerte: por un lado es la del propio poder soberano, pues la energía nuclear civil no deja de ser la permanente metáfora de la militar; por otro, y sin contradicción, es la de la mercancía y su esencial transgresión del principio de placer en el goce.

En la energía nuclear confluyen, pues, dos usos políticos de la pulsión de muerte. Ambos son la expresión extrema por un lado de la soberanía y, por otro, de la mercancía como soporte del valor. Si la expresión más acabada de la soberanía es Hiroshima, la expresión definitiva del suplemento tanático que constituye la mercancía es sin duda la energía nuclear. La energía nuclear resultante de la fisión del átomo es esencialmente una fuerza de muerte. No sólo en el sentido en que Empédocles nos enseñara, mucho antes de Freud, que la muerte es una fuerza de separación (de fisión), sino porque cada kilowattio producido se mide en valor de cambio, pero también en la segunda unidad de valor del capitalismo que Marx no analizó: el riesgo calculado de muerte. Apostar por la energía nuclear es apostar por la estructura fundamental del capitalismo, por el capital como fuerza inmensa contrapuesta al trabajador, fuerza que necesariamente sigue su propia dinámica y a la que sólo se puede obedecer. La apuesta de los países socialistas por la energía nuclear desvela claramente su naturaleza de capitalismos de Estado. La fisión nuclear desata como el propio capital al que es homóloga un proceso potentísimo pero estrictamente incontrolable. Intentar detener una central nuclear fuera de control es una misión sumamente difícil y en algunas circunstancias como las actuales de Fukushima o las de Chernobil, prácticamente imposible. Algo idéntico ocurre con la dinámica del capital y de los mercados funancieros. Lo mismo que produce energía y riqueza produce necesariamente destrucción, muerte y miseria. Esto ocurre no accidental, sino necesariamente. No es un accidente que haya un "accidente" nuclear o una crisis económica, sino una necesidad interna del sistema, que se basa en el hecho de que un proceso que va más allá de toda posible satisfacción, un impulso que debe jugar siempre con la muerte, una pulsión de muerte es el principal motor en ambos casos.

El psicoanálisis y la experiencia demuestran que es imposible al ser humano liberarse de la pulsión de muerte. Todo individuo, toda civilización tiene que poder arreglárselas con la pulsión de muerte. El propio capitalismo lo ha hecho, pero da la impresión de que cada vez es menos capaz de controlarla, pues cada vez necesita más ponerla directamente en juego para obtener ganancia. Es perfectamente posible que un desarrollo gigantesco de fuerzas productivas no conduzca directamente a otra forma de organización social, sino a la destrucción generalizada. Esto es así, porque, contrariamente a la fe progresista de Marx, el capitalismo integra directamente en la riqueza que produce un cálculo de la cantidad posible de muerte que esta supone. Plusvalía y plus de goce, plus de muerte, son inseparables. De ahí la necesidad de que el comunismo, más que una simple prolongación de la potencia del capital sea también un freno de esta potencia, una barrera ante la pulsión de muerte, indispensable para crear realmente una nueva civilización. Una nueva civilización que, como todas las demás, tendrá que gestionar conflictivamente esta pulsión gracias a la cual tenemos lenguaje e historia, pero que, dejada a sí misma conduce a la extinción de la civilización y de la vida.

miércoles, 6 de abril de 2011

Breve defensa de "otro" universalismo




Entre los textos  recientes de Immanuel Wallerstein figura un librito dedicado a los orígenes del Universalismo europeo (Universalismo europeo: la retórica del poder 2006).  Este libro pretende mostrar, entre otras cosas, que el universalismo que supuestamente sirve de base a las intervenciones "humanitarias" y al "deber de injerencia" no es ninguna novedad, sino que los mismos argumentos que hoy se esgrimen en favor de la intervención en Libia o que ya se utilizaron para las expediciones militares de Yugoslavia, Afganistán e Iraq,  resonaron hace cinco siglos en la España que necesitaba justificar su imperio. Por un lado, el padre Vitoria, defensor de la particularidad de las distintas sociedades indígenas y de la legitimidad natural de sus ordenamientos políticos, por el otro, Ginés de Sepúlveda, quien justificaba la destrucción del orden político y social de los indios en nombre de los numerosos crímenes contra la naturaleza que estos cometían, entre los cuales destacaba como el más horrendo la antropofagia.

Quedaban así delineadas para la modernidad dos grandes posturas que determinarán la evolución del derecho de gentes: por un lado, el respeto a la soberanía como principio casi absoluto, por otro, la colocación por encima de las soberanías de un principio superior, de alcance universal que permite enjuiciar a cada pueblo desde fuera, cosa que el principio soberano impedía. O el derecho era sólo el conjunto de normas que cada comunidad se daba, o bien era un conjunto de normas universales capaces de juzgar y derogar las anteriores. Sabemos en qué amplia medida la opción universalista fue aplicada por las potencias europeas en sus conquistas coloniales y en sus empresas de dominación imperial, cuyo último avatar es el imperialismo humanitario denunciado por Noam Chomsky o Jean Bricmont. El universalismo, cuya forma más extendida es la defensa de los derechos humanos, aparece hoy, sobre todo, como la máscara del ejercicio de la fuerza por parte de las grandes potencias "democráticas". Humanidad y bestialidad no son así sino las dos caras de una misma moneda.

Noam Chomsky siempre fue sumamente crítico, como lo es también Immanuel Wallerstein, de este imperialismo humanitario. La reivindicación por el Imperio de los términos "democracia" y "derechos humanos" es para Chomsky un ejercicio de mentira y de cinismo. La mejor prueba de ello es que jamás una intervención "humanitaria" se ha dirigido contra un crimen perpetrado por las propias grandes potencias y sus Estados vasallos. De manera kantiana considera Chomsky que la no universalizabilidad de una máxima de conducta destruye la moralidad del acto que en ella se basa. Esto, sin embargo, no priva enteramente de pertinencia el que un movimiento popular -como las actuales insurrecciones árabes- se remita a estos valores al luchar contra la dictadura que lo oprime. Puede haber así un uso no cínico de los valores "universalistas", cuando de lo que se trata es de librarse de la particularidad política que los niega en la práctica. Tiene sentido hablar de "libertad" cuando la libertad no es sino el otro aspecto de la liberación y la libertad de expresión no es sino la palabra públicamente tomada. No se trata en este caso de derechos "garantizados", sino de derechos ejercidos en una correlación de fuerzas que, a su vez, abre paso a una nueva constitución. El universalismo deja de ser abstracto y mentiroso y se convierte en potencia de lo común que busca expandirse.

Frente a las revoluciones árabes y a su concreta demanda y simultáneo ejercicio de libertad, las izquierdas, sobre todo latinoamericanas, han mostrado una muy peculiar ceguera. Uno de los motivos de esta ceguera -aparte de la óptica dualista característica de la izquierda como tal, a la que ya nos hemos referido aquí- es el rechazo de toda universalidad como mera propaganda del imperialismo. Los motivos de este rechazo son claros, y, sin embargo, esta actitud puede ser muy nociva para quienes la defienden. Un proceso revolucionario "socialista" cobra sólo sentido en cuanto se inscribe en una dinámica mundial de superación del capitalismo, en cuanto asume su universalismo propio, que no tiene por qué coincidir con el del capital. Asumir este universalismo significa ser capaz de asociar un proceso de resistencia y de cambio con otro, de descubrir y desarrollar lo común de los distintos procesos. Para ello es indispensable reconocerlos, reconocerse en ellos. Una lucha por la libertad y contra una tiranía en un lado del planeta debe poder reconocerse en otra muy lejana: ambas deben poder resonar desde el suelo común de resistencia a la opresión que las aúna. No se trata de limitarse a invocar principios y valores abstractos que han resultado excelentes compañeros de la cañonera o el bombardero y han sido justamente criticados, sino de ir más allá. Se trata de asociarse a la libertad y a la resistencia en ejercicio, hecha acto.

La peor conclusión que los movimientos antiimperialistas pueden extraer de la crítica al intervencionismo humanitario es que sólo los regímenes más brutales y menos respetuosos con las libertades son los que pueden hacer frente a la brutalidad del Imperio. Sólo regímenes enrocados en su soberanía, permanentemente a la defensiva dentro y fuera de sus fronteras podrían, según esta perspectiva, resistir a los embates de las grandes potencias y defender sus transformaciones sociales. Esta lógica conduce a defender a Gadafi, a Ahmadi Nejad en Irán o a Laurent Gbagbo en Costa de Marfil, a defender, en abstracto todo régimen que se oponga al menos nominalmente o coyunturalmente al orden imperial, por nefasto para sus poblaciones y liberticida que sea. El particularismo antiimperialista se asocia a otros particularismos frente al universalismo mentiroso y cínico del capital. La izquierda soberanista se limita a negar también cínicamente el universalismo abstracto de los derechos humanos, pero se muestra incapaz de afirmar otro universalismo absolutamente incompatible con el imperio del capital, un universalismo sin universales ni generalidades abstractas, basado como la democracia spinozista no en la representación y en sus principios jurídicos, sino en la composición de fuerzas concreta que constituye lo común.

Ese "otro" universalismo es hoy indispensable, incluso para defender mejor y más eficazmente procesos de transformación en curso desde hace mucho tiempo como el cubano o desde bastante menos como los demás procesos latinoamericanos de contenido anticapitalista. Dejar toda referencia universal en manos del capital y de sus agentes es aceptar su victoria sin combatir. Sólo hay política cuando una posición particular pugna por afirmar su universalidad. Sólo desde lo común, desde esa particularidad que lucha por imponer su universalidad tienen sentido la democracia y la propia política, la libre expresión y la libre asociación, la propia singularidad de cada uno. No se trata de derechos que requieren la garantía de un soberano que, por su propia posición, se reserva el derecho de conculcarlos, sino del ejercicio sin garantías en un nuevo marco social y productivo, de la potencia  de lo singular. Esa misma potencia que hoy vemos derribar tiranías que parecían sempiternas, la misma que ya pudimos ver en acción en la Comuna de París, en 1917 en Rusia o el el 58 en Cuba.  Los procesos de transformación actuales sólo podrán articularse y reforzarse entre sí si reconocen su común fundamento, ese universalismo sin abstracciones ni generalidades que algunos seguimos empeñados en denominar comunismo.