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viernes, 14 de noviembre de 2014

La Ilustración populista

(Texto publicado en Info Libre)

La cuestión del populismo se ha convertido en uno de los temas centrales del debate teórico y político. En el debate político sirve sobre todo como invectiva, como acusación de demagogia, mientras que en el debate teórico, después de La razón populista (2005) de Ernesto Laclau, el término ha adquirido rango de concepto con valor analítico. Si se atiende a lo que el concepto de populismo critica y a lo que formula como novedad, hay que reconocer que supone una reacción frente al marxismo, frente a la incapacidad política de un marxismo cuyo discurso se ha vuelto cada vez menos apto para la acción política y la conquista de hegemonía

Este dictamen sobre el marxismo como macizo ideológico-político no es novedoso, pues ya fue emitido en los años 40 por Jean-Paul Sartre en su artículo Materialismo y revolución o en los 70 por Cornelius Castoriadis, quien afirmó en La institución imaginaria de la sociedad (1975) que los miembros de su grupo, 'Socialismo o barbarie', habían tenido que "elegir entre seguir siendo marxistas o seguir siendo revolucionarios", sin olvidar al Gramsci del artículo con el que saludó la revolución rusa y cuyo título muy elocuente era La revolución contra el Capital

La razón populista que propugna Laclau viene a incidir en el bloqueo que produce el marxismo como teoría determinista y como reducción identitaria del sujeto histórico a una clase predeterminada que lastra la capacidad de acción política de las clases populares. El determinismo económico subordina la política a un saber, a una verdad sobre la economía o sobre la lucha de clases. Este saber, por lo demás, no es otro que la veredicción que sirve de fundamento al poder en régimen liberal. 

Para el soberano liberal, el poder se basa fundamentalmente en un saber sobre la población y sus dinámicas de producción, intercambio y circulación de productos que configuran una esfera supuestamente autorregulada: la economía. El dirigente socialdemócrata o estalinista ocupa muy precisamente el lugar de ese poder basado en el saber que hizo identificar a Jacques Lacan "socialismo” con "discurso de la universidad". Ahora bien, un poder basado en la verdad solo puede implantarse cuando existe ya un poder con otra base. El propio soberano moderno del régimen liberal tuvo que ser primero soberano para ser después liberal. Como los neoliberales han afirmado correctamente, rectificando así algunas tendencias del liberalismo clásico, no existe autorregulación del mercado ni por lo tanto objeto del saber económico sin una constante intervención del poder político a fin de establecer y restablecer las condiciones adecuadas para el funcionamiento del mercado. 

Una política basada en el poder-saber no es por lo tanto capaz de dar cuenta de sí misma ni de crear las condiciones en que un saber puede funcionar como poder. La historia del marxismo político nos ilustra a este respecto: las dos grandes corrientes procedentes del leninismo ~de un malentendido sobre el leninismo– que ha conocido el siglo XX, elestalinismo y el trotskismo, han pretendido basarse en una verdad teórica, la del marxismo. Sus resultados fueron totalmente dispares: por un lado, el estalinismo, que tenía el poder, pudo imponer mediante la violencia de Estado su verdad, con el coste de sobra conocido, mientras que los trotskistas que no tenían el poder, se limitaron a proclamar esa verdad dividiéndose en capillas. 

La historia de la izquierda en el siglo XX se reparte así entre la impotencia, el terror y también, por supuesto, el oportunismo de las socialdemocracias unidas a los distintos pactos neoliberales, desde el ordoliberal hasta el friedmanita. Esta transformación liberal de la socialdemocracia no debe sorprender por lo demás a quien sepa reconocer en el paradigma del poder-saber la matriz misma del poder liberal.

Un movimiento político deseoso de transformación social tiene que salir de esa trampa y comprender la necesidad de partir, no ya del saber de un mando político, sino del "sentido común" de la población. El populismo, entre cuyas fuentes reconoce Laclau a pensadores marxistas heterodoxos como Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci o Louis Althusser, acepta la necesidad de partir de la ideología como concepción del mundorealmente existente, sin intentar inyectar desde fuera una verdad, sino produciendo desde dentro de una multitud cuyo mundo, cuyo entorno vital es necesariamente imaginario, las nociones comunes que llevan al buen sentido, a un ejercicio siempre parcial y problemático de la razón. 

La política se convierte así en un combate centrado en el ámbito ideológico, el de los significantes y las representaciones, en el cual lo que está en juego es en buena medida el significado de los significantes políticos. El saber queda así desplazado por un hacer que requiere de saberes específicos, pero que no pretende gobernar amparado en ellos. Ciertamente, la propaganda también produce este tipo de efectos, pues parte del sentido común e intenta incidir en él. 

Uno de los riesgos del populismo, de esa apelación explícita a la ideología y al sentido común es el de convertirse, no ya en política, operación inmanente al sentido común, pugna por su resignificación, sino en operación de manipulación de masas desde el exterior. El populismo se salva y es una vía eficaz y productiva de recuperación de la política cuando se instala en el antagonismo, pero degenera cuando su actuación es exterior y sustituye el poder-saber liberal o socialista por las técnicas de manipulación.

Un elemento central del populismo como estrategia política es suapelación al pueblo. Esto merece también una matización, pues el pueblo al que se refiere no es un pueblo ya existente, sino un pueblo en constitución. El populismo es una estrategia constituyente y no puede confundirse con las apelaciones al pueblo étnicas o raciales, pues estas presuponen un pueblo ya constituido, sea este real o imaginario. El populismo que teoriza Laclau y que hemos visto operar en los últimos decenios en el continente sudamericano es un populismo democrático en sentido estricto, pues no arranca de una representación ya dada del pueblo, sino del demos como sector no representado del pueblo en su totalidad conforme a la acepción clásica del término. 

El demos, el sector de la población que en la Grecia clásica se caracterizaba por no haber tenido su parte en el reparto del poder y de la riqueza, es, como enseña Jacques Rancière, un concepto esencialmente polémico, pues polémico, esencialmente discutible, es el determinar si –y conforme a qué criterios– un sector se ha visto injustamente tratado. Con todo, esa discusión, esa polémica congénita a la idea de que una sociedad se basa en el derecho del demos, es la esencia misma de la democracia o, lo que es rigurosamente lo mismo, de la política. 

En una sociedad en la que la disputa sobre las partes y los derechos que corresponden a cada grupo estuviera cerrada –como ocurría según recuerda Maquiavelo en la disciplinada Esparta en contraste con la libre y turbulenta Roma– dejaría de haber política y democracia y solo subsistiría un régimen de conservación de las partes ya asignadas que en la terminología de Jacques Rancière, se denomina elocuentemente "policía". De este modo, como reitera Laclau, el concepto de populismo coincide con los de democracia e incluso de política. Más acá de la disputa populista solo quedan los espacios del poder-saber, de la economía como destino ineluctable y de la neutralización de todo antagonismo.

Suele criticarse al populismo como apelación irracional al sentir de las mayorías que no tiene en cuenta la necesidad económica o las determinaciones sociales que son objeto del saber-poder. Esta crítica es, sin embargo, muy poco sólida, pues presupone que el pueblo del populismo democrático es el pueblo existente, el privado de protagonismo político por el propio sistema de poder-saber que critica al populismo. Sin embargo, el pueblo de que se trata es un pueblo que no existe, un demos politizado, en escisión respecto del pueblo y del mando correlativo ya existente. 

No hay ninguna irracionalidad en una recuperación del espacio públicoy una reactivación del debate sobre lo común, del debate propiamente político, a condición de que no se confunda política populista con simple manipulación propagandística. El populismo democrático apela a una razón del demos, exige que se dé razón de toda medida política en la plaza pública y no solo en los ámbitos cerrados y reservados de los gabinetes de un poder al que se supone un saber propio no compartible ni discutible. El populismo, como figura activa, constituyente, de la democracia, es así un proceso genuinamente ilustrado de producción de nuevos espacios de racionalidad, de nuevas formas de autonomía. El populismo recupera así el espacio público donde se despliega el “uso público” de la razón que, según un Kant que coincide con Maquiavelo y con Spinoza, es la base de todo avance de la Ilustración.

El populismo, como reactivación y recuperación de la democracia, como proceso constituyente es un desafío de primer orden para unas democracias representativas y tecnocráticas que habían dejado de lado a ese exterior interior a toda democracia que es el demos. La reactivación del demos como sujeto unificado alrededor de un significante “vacío” que subsume múltiples demandas crea una nueva figura de pueblo, pero de un pueblo que es multitud en potencia de Ilustración, multitud que abandona la minoría de edad que la caracteriza en los regímenes de poder-saber. 

Estos regímenes, que dicen velar por la felicidad y el bienestar de la población, mantienen a esta en un estado de minoría de edad y son, como Kant afirmaba "el peor de los despotismos". Podemos, el nombre de una nueva formación política española cuyos fundadores reivindican abiertamente el populismo democrático y constituyente, es, entre otras cosas, una respuesta al imperativo kantiano de la Ilustración: sapere aude!(atrévete a saber), aunque este saber no deba identificarse con un saber-poder de casta, sino con una progresiva producción de saber racional por parte de un pueblo en devenir.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Sobre un chiste de Brieva y la política spinozista

(Para leer los bocadillos del chiste, clicad dos veces sobre la viñeta y se verá más grande en una ventana aparte)







En un grupo de debate sobre Spinoza en el que participo esta imagen se presentó como "totalmente spinozista". Sigue el comentario que mandé al grupo:

"El chiste es muy bueno. Brieva, igual que El Roto es un "filósofo gráfico". Lo que no es el chiste es "totalmente" spinozista. Sólo lo es en parte. Para serlo totalmente, le falta una vuelta más: el gigante que manipula a los individuos "libres" como marionetas debería aparecer también como un autómata compuesto por las propias marionetas: como en la imagen o, más bien emblema, que figura en la portada del Leviatán de Hobbes, que representa un hombre (o Dios) artificial compuesto por una multitud de hombrecillos (Ver primera imagen). El Leviatán depende de una servidumbre voluntaria y su funcionamiento en la posteridad teórica de Hobbes se viene basando en la idea de un sujeto libre cuya libertad está garantizada por un Estado que lo representa. Como dice el propio Hobbes resumiendo la práctica del Estado -y la de la mafia- se trata de intercambiar "obediencia por protección".


La diferencia, en el caso de Spinoza es que la integración en el Leviatán no es sólo efecto y causa de una necesaria servidumbre: la formación de un individuo compuesto, la sociedad, es también la condición misma de la libertad. Cuando nos movemos como marionetas que se creen libres, no hay un Otro que nos manipule que sea distinto de nosotros mismos tomados singular y colectivamente. Ese Otro es un semblante, una apariencia producida necesariamente por nuestra imaginación y nuestra pasión singular y colectiva. Sostenía Toni Negri que el Estado no es sino "nuestra propia indignidad", esto es la forma imaginaria en que una comunidad de hombres (potencialmente libres, pero efectivamente pasionales), en vez de constituirse autónomamente, se imagina unificada por la representación (en el doble sentido del término) del soberano. Este efecto imaginario es tan inevitable como que los hombres nos guiemos fundamentalmente por las pasiones. La política no puede superar esta situación derivada de la condición humana, pero puede paliarla o agravarla, produciendo formas de gobierno más pasionales o más racionales. El soberano nos representa en el sentido de que nos muestra nuestra imagen como una entidad transcendente, y también en cuanto consideramos que esa entidad actúa en nuestro nombre. Ahora bien, en los esquemas de la teoría política del Estado moderno, la libertad -libertad de contratar- es el fundamento mismo de la representación en el doble sentido indicado. El contrato de sujeción al soberano se basa en ella y el propio soberano la garantiza y le da estabilidad. Estado y sociedad civil son las dos caras de una misma moneda.

El Estado soberano moderno exacerba la representación tanto en sus variantes absolutistas como en las liberales. FRente a él, una política spinozista persigue el objetivo de desplegar el conatus (la capacidad de expresar la propia potencia) singular y colectivo limitando la imaginación que funda la representación, aunque sería utópico pretender anularla. Siempre existirá la imagen de un amo, al menos para los sujetos pasionales. De lo que se trata es de atravesarla, no de anularla. Esto es lo que explica que en el Tratado Político la monarquía basada en los consejos y en el carácter cada vez más vacío del poder del monarca resulte más "democrática" que una democracia que, para Spinoza como para el Kant de Teoría y práctica presupone la exclusión generalizada de quienes no son independientes" (trabajadores dependientes, mujeres, niños, locos etc.). Estoy convencido de que el capítulo sobre la democracia del Tratado Político no (sólo) quedó incompleto por la circunstancia exterior que fue la muerte de Spinoza.
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Para Spinoza, no sólo Dios no existe al modo de una cosa -en el sentido de que pudiera ser otra cosa que la propia dinámica de los modos-, tampoco el Estado ni el Soberano existen, pues son mero resultado de las correlaciones de fuerzas de base pasional que atraviesan la multitud. Sin embargo, las ilusiones teológicas y teológico-políticas se producen y reproducen con la misma necesidad con que vemos el sol con la apariencia de un ducado de oro.

domingo, 25 de enero de 2009

Dios no existe: sin la menor duda, Sr. Dawkins

“Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1).

"La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo en la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución." (Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión, 1927)

La campaña en favor del ateismo emprendida por Richard Dawkins y otros autodefinidos "humanistas", primero en los autobuses de Londres y, posteriormente, en los de otras ciudades europeas tiene como lema: "Dios probablemente no existe: deje de preocuparse y disfrute de la vida." El lema corresponde a las tesis desarrolladas por el biólogo en su obra "The God Delusion" (El espejismo de Dios). En esa obra, Dawkins, partiendo de un planteamiento científico empirista y positivista reconoce muy pocas probabilidades a la existencia de Dios. Su modo de proceder no se limita a afirmar respecto de Dios que "no necesita esa hipótesis" como habría respondido el físico Laplace a Napoleón cuando este le preguntara por el lugar de la divinidad en su obra. El autor del Espejismo de Dios va más allá y evalúa en su libro la plausibilidad de la existencia de Dios como principio creador y ordenador del universo enfrentándose desde un punto de vista epistemológico a las tesis creacionistas. Lo que está en juego es, por lo tanto, el valor explicativo de cada una de las dos tesis a la hora de dar razón de la complejidad de nuestro universo.

El creacionismo, por su parte, forma parte de un movimiento de polémica anticientífica que se conoce en los Estados Unidos desde principios del siglo XX. Su objetivo fue la prohibición de la enseñanza de las tesis de Darwin y su sustitución por la doctrina de la Escritura. Hoy día ha limitado sus pretensiones y acepta cierto grado de pluralismo: reclama de las autoridades que el creacionismo, o más bien una versión adecentada de éste, se enseñe en paralelo a otras doctrinas como la darwiniana, con estatuto de hipótesis científica. Dentro de esta nueva presentación, el creacionismo ha cambiado incluso de nombre y se autodenomina « teoría del diseño inteligente ». La tesis principal de esta doctrina tal como se expresa en el folleto destinado a los docentes que ha elaborado el Discovery Institute norteamericano es la siguiente: « La teoría del diseño inteligente afirma que determinadas características del universo y de los seres vivos se explican mejor mediante una causa inteligente, y no por un proceso sin dirección como la selección natural. ». Esto, por mucho que se intente disimular no es una tesis nueva ni distinta del creacionismo, sino una nueva edición de la quinta vía tomista. Se sabe que Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, declara imposible una demostración de la existencia de Dios a priori, esto es a partir del concepto mismo de Dios. La única posibilidad que tiene el creyente para confirmar su fe en Dios es recurrir a pruebas racionales, pruebas que no equivalen a una demostración, pues esta debería partir de la idea de Dios y no de los pretendidos efectos de la existencia y la acción de Dios. De ahí que Santo Tomás proponga cinco vías para mostrar la existencia de Dios a partir de la creación, de los pretendidos « efectos de la acción divina ». La quinta de estas vías es la teleológica, que el Doctor Angélico expone en los siguientes términos: « la quinta prueba está tomada del gobierno del mundo. En efecto: vemos que los seres desprovistos de inteligencia, como los cuerpos naturales, obran de un modo conforme a un fin, pues se los ve siempre, o al menos muy a menudo, obrar del mismo modo, para llegar a lo mejor; de donde se deduce, que no por casualidad, sino con intención deliberada, llegan de este modo a su fin. Los seres desprovistos de conocimiento no tienden a un fin sino en tanto que son dirigidos por un ser inteligente, que lo conoce, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego hay un ser inteligente, que conduce todas las cosas naturales a su fin, y este ser es al que se llama Dios. »

Lo que está en juego en el debate entre darwinismo y creacionismo tal como se plantea en la nueva formulación de éste último es la explicación de la complejidad del universo y en concreto de la de los seres vivos. La existencia de Dios como tal es el presupuesto de una de las hipótesis en liza. La otra hipótesis es la de la selección natural. Dawkins presenta la teoría darwiniana en su propio ámbito de aplicación como una hipótesis económica que permite entender el paso de las formas de vida más sencillas a las más complejas mediante variaciones sucesivas de los seres vivos dirigidas por la selección natural. El darwinismo es así una respuesta inmanentista a las teorías del diseño inteligente, que en realidad explican lo complejo e improbable por algo todavía más complejo e improbable como es la acción divina. Utilizando un simil técnico, afirmará Dawkins al final del cuarto capítulo de su libro que « El problema que nos ocupa es el problema de la improbabilidad estadística. Obviamente, no es solución postular algo aún más improbable. Lo que necesitamos es una « grúa », no un « gancho colgado del cielo » pues sólo una grúa puede hacerse cargo de una elevación paulatina y plausible de los más simple a una complejidad de otro modo improbable ». La revolución darwiniana habrá consistido según Dawkin en que: « Darwin y sus sucesores han mostrado cómo las criaturas vivas, con su espectacular improbabilidad estadística y su apariencia de diseño han evolucionado lenta y gradualmente a partir de comienzos simples. Podemos decir sin temor a equivocarnos que la ilusión del diseño en los seres vivos es sólo eso: una ilusión. » Por último, concluirá Dawkins que « Si se acepta lo argumentado en este capítulo, la premisa fáctica de la religión -la Hipótesis de Dios- resulta insostenible. Dios, casi con toda certeza, no existe. »

El problema es que lo insostenible sólo desde un punto de vista epistemológico, no lo es desde un punto de vista ontológico ni práctico. Aunque, para cualquier biólogo serio, la hipótesis inmanentista darwiniana arruine definitivamente el creacionismo como hipótesis que oriente los trabajos de su disciplina, sigue existiendo -pues de probabilidades se trata-, la posibilidad muy poco probable de que Dios exista. Basta esta pequeña probabilidad para que la religión y, como decía Marx, « die ganze alte Scheisse », toda la vieja mierda del temor y el temblor, de la culpa y el pecado regresen y amarguen la vida a los mortales.
De hecho, esa escasa probabilidad ya había servido a Pascal -uno de los inventores del cálculo de probabilidades- como punto de apoyo para su famosa apuesta en favor de la existencia de Dios. Pascal utiliza para su apologética un dispositivo discursivo semejante a lo que después se llamaría la « teoría de los juegos »: « Usted tiene dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que comprometer: su razón y su voluntad, su conocimiento y su bienaventuranza; y su naturaleza posee dos cosas de las que debe huir: el error y la miseria. Su razón no está más dañada, eligiendo la una o la otra, puesto que es necesario elegir. He aquí un punto vacío. ¿Pero su bienaventuranza? Vamos a pesar la ganancia y la pérdida, eligiendo cruz (de cara o cruz) para el hecho de que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si usted gana, usted gana todo; si usted pierde, usted no pierde nada. Apueste usted que Él existe, sin titubear. » La posibilidad de la existencia de Dios, por improbable que sea, deja abierto el temor al infinito castigo de un Dios celoso que no aceptaría con humor, a tenor de lo que nos dice la Biblia, que Bertrand Russell justificara su falta de fe diciendo: « Not enough evidence, God. Not enough evidence. » (No hay pruebas suficientes, Dios, no hay pruebas suficientes.  Voltaire situará a Spinoza en circunstancias idénticas a las de la anécdota de Russell en un poema (Les systèmes) en que se burla de los filósofos. Presenta así Voltaire al autor de la Ética:
Alors un petit Juif, au long nez, au teint blême,
Pauvre, mais satisfait, pensif et retiré,
Esprit subtil et creux, moins lu que célébré,
Caché sous le manteau de Descartes, son maître,
Marchant à pas comptés, s’approcha du grand Être:
« Pardonnez-moi, dit-il en lui parlant tout bas,
Mais je pense, entre nous, que vous n’existez pas.
Je crois l’avoir prouvé par mes mathématiques.
J’ai de plats écoliers et de mauvais critiques:
Jugez-nous... » A ces mots, tout le globe trembla,
Et d’horreur et d’effroi saint Thomas recula.
(Entonces un pequeño judío, de larga nariz y pálida tez/Pobre mas satisfecho, pensativo y retirado,Espíritu sutil y huero, menos leído que celbrado,/Oculto bajo el manto de Descartes, su maestro,/Contando sus pasos se acerca al gran Ser:/« Perdonadme le dice, hablándole muy bajo, /Pero entre nosotros pienso que no existís,/Creo haberlo probado por mis matemáticas. Tengo burdos discípulos y malos críticos./Juzgadnos...Con estas palabras, todo el orbe tembló. Y de horror y pavor Santo Tomás dió un paso atrás.)
Para deshacerse del temor de Dios no se puede prescindir de una crítica de este supuesto « concepto ». No se trata de afirmar con Russell y Dawkins que no hay bastantes pruebas, sino de decir con Spinoza que el concepto religioso de la divinidad no es consistente. Se trata, en otros términos de reivindicar lo que llamaba Bayle, el « ateismo de sistema » de Spinoza. En términos de Santo Tomás, lo que hace Spinoza en el Libro I de la Ética sería una demostración a priori, a partir de su concepto, de la inexistencia de Dios o, mejor dicho, una demostración de la existencia de la naturaleza infinita que excluye la existencia del Dios transcedente. Para Spinoza, todo el contenido del presunto concepto de Dios se agota en la esencia de una naturaleza infinita. Desde este punto de vista, intentaremos aquí indicar (es imposible desarrollarlas en el espacio de un artículo) de la mano de Spinoza y de Freud y de otros nombres más antiguos de la tradición metrialista, algunas posibilidades de crítica del concepto de Dios más radicales y decisivas que lo que nos propone Dawkins. Nos ocuparemos así de la hipótesis de Dios mostrando su absurdo desde un punto de vista lógico y desde una perspectiva ontológico y haremos algunas observaciones sobre una ética atea (la de Dawkins no llega a serlo).

A modo de preliminar, cabe afirmar que desde un punto de vista lógico, la hipótesis de Dios, al igual que las vías tomistas, se basa en una falacia harto conocida: la afirmación del consecuente. Este tipo de argumento lógico sin validez tiene la estructura siguiente en lógica proposicional: si p, q; q, luego p. Por ejemplo: "Si Pedro es dueño del Palacio de Buckingham, Pedro es rico; Pedro es rico, luego Pedro es dueño del Palacio de Buckingham".
Otro bello ejemplo de afirmación del consecuente, además a propósito de la religión, nos lo da Freud en su ensayo "El porvenir de una ilusión", en un pasaje donde recuerda la estructura del razonamiento por el cual el creyente de las grandes religiones monosteistas « prueba » -circularmente- la verdad de su texto sagrado y la existencia de su Dios. Afirma así Sigmund Freud respecto de la Escritura: "De poco sirve que se atribuya a su texto literal o solamente a su contenido la categoría de revelación divina, pues tal afirmación es ya por sí misma una parte de aquellas doctrinas, cuya credibilidad se trata de investigar, y ningún principio puede demostrarse a sí mismo."(Freud, El porvenir de una ilusión, V). El planteamiento que critica Freud, traducido en términos de lógica de las proposiciones, se formularía de la manera siguiente: "Si un Dios bueno y veraz hubiera revelado la Biblia, esta sería necesariamente verdadera" y "como la Biblia afirma la existencia de Dios, ese Dios bueno y veraz existe". En el caso de las posiciones creacionistas con las que se enfrenta el libro de Dawkin, estas vendrían a afirmar: "Si un sujeto omnisciente y todopoderoso hubiera creado el mundo, habría podido hacerlo sumamente complejo; ahora bien, como el mundo es sumamente complejo, ha sido creado por un sujeto omnisciente y todopoderoso". Todos estos argumentos manifiestamente falaces son fácilmente refutables a poco que se preste atención, pues ni todos los ricos poseen el Palacio de Buckingham, ni existe una garantía divina sobre la Biblia, ni la complejidad del mundo implica su creación por una inteligencia suprema. La hipótesis de Dios, contemplada a partir de sus supuestos efectos, no es así una posibilidad improbable, sino una falacia lógica, un argumento carente de validez.
El concepto de Dios considerado no a partir de sus supuestos efectos (a posteriorir) sino en sí mismo (a priori), también resulta sumamente vulnerable a la crítica, por mucho que Dawkins no emprenda en ningún momento,esta tarea. Es lo que muestra Spinoza a lo largo del Libro I, De Dios, de su Ética. En este texto el filósofo aplica al concepto de Dios el aparato conceptual de la ontología cartesiana y lo define como: « un ser absolutamente infinito, esto es una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita ».
Esta operación no es en absoluto inocente, pues tiene como consecuencia inmediata una identificación entre creador y criatura que permite a Spinoza atribuir a la naturaleza la potencia infinita que la tradición tanto teológica como filosófica reconocía al Dios transcendente: « De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos » (Etica I, prop. XVI). Esa potencia infinita en eterna autodeterminación ignora cualquier tipo de transcendencia y por ello mismo es incompatible con toda idea de voluntad indefinida, de orden y de finalidad. Todo orden, toda finalidad implican alguna diferencia entre un sujeto que pone los fines y el orden y la realidad ordenada. Por otra parte, pensar a Dios como una realidad cuya esencia se expresa en una naturaleza infinita, supone introducir en el concepto de Dios, no ya la absoluta unidad, sino la más completa pluralidad que se expresa en los infinitos atributos y modos que a Dios constituyen. Como indica Spinoza en su carta 50 a Jarig Jelles: « Dios sólo mucha impropiedad puede decirse uno o único ». Y ello no sólo porque ni existe ni puede existir un género de « los Dioses », sino también y tal vez sobre todo, porque la esencia divina implica siempre necesariamente una pluralidad interna e infinita.
El dispositivo de la Etica consiste no en negar la plausibilidad de la hipótesis de un Dios transcedente como explicación del orden del universo, ni siquiera en negar la existencia de Dios, sino en producir la implosión del concepto de Dios afirmando a la vez que Dios es substancia y es infinito. El Dios sustancia infinita no puede ser el rector del universo, pues no se distingue realmente de éste. Los conceptos fundamentales en que se basan la teología y el sentido común: sujeto, fines, orden, no pueden ser sino productos de la imaginación. La voluntad de Dios, a su vez, en la medida en que corona el orden teleológico que teología y sentido común reconocen en el universo, no es sino « asilo de la ignorancia ». Como hemos visto, mero producto de la falacia de la afirmación del consecuente.
Otra línea de la crítica materialista del concepto de Dios presenta la idea de un rector del universo -y de un orden del universo producto de su voluntad- como una proyección antropomórfica. Son famosas las palabras de Jenófanes:
« "Los etíopes de nariz chata y negros; los tracios, que ojos azules y pelo rojizo". (DK 21 B 16) » o "Pero si los bueyes, caballos y leones tuvieran manos o pudieran dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a bueyes, tal como si tuvieran la figura correspondiente a cada uno". DK (21 B 15).
Haciendo eco a estas palabras afirmará Spinoza que: « creo que, si un triángulo pudiese hablar, diría, de igual manera, que Dios es eminentemente triangular, mientras que un círculo diría que la naturaleza divina es eminentemente circular. Así cada uno adjudicaría a Dios sus propios atributos, asumiría ser en sí mismo semejante a Dios, y vería todo lo demás como mal formado » (Carta 56, a Hugo Boxel).
Sostiene Freud en el capítulo VI del texto que hemos citado anteriormente que los hombres han creado la divinidad para enfrentarse al terror a un universo que supera infinitamente sus fuerzas: « Recapitulando nuestro examen de la génesis psíquica de las ideas religiosas, podremos ya formularla como sigue: tales ideas, que nos son presentadas como dogmas, no son precipitadas de la experiencia ni conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de estos deseos. Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. »
A la divinidad se le pueden pedir favores y gracias, se la puede aplacar cuando se la supone enojada. Esto es posible porque la persona religiosa supone que Dios comparte con nosotros el lenguaje y en buen medida la propia condición humana. La divinidad se pone así en el lugar de un universo mudo al que no cabe hacer ningún tipo de demanda. Ofrece la tranquilidad relativa que da un interlocutor supuesto al que se puede dirigir una demanda, pero al mismo tiempo, conserva la inmensa superioridad y la inabarcabilidad para el hombre que tenía la naturaleza. De ahí que la confianza y la esperanza en Dios estén inseparablemente unidas al terror que suscita la impenetrabilidad de sus designios. De ahí también el problema ético fundamental de un planteamiento empirista y estadístico como el de Dawkin que no logra liberar a nadie de la posibilidad siempre amenazadora de que exista el temible arquitecto del universo que describen las religiones. Difícilmente puede uno "dejar de preocuparse y disfrutar de la vida" cuando un Dios vengativo puede castigarnos, precisamente por "dejar de preocuparnos y disfrutar de la vida." La « apuesta pascaliana al revés » sigue siendo una apuesta y una apuesta nunca permite salir del círculo del temor y de la esperanza en el que la religión nos sitúa inevitablemente.
La campaña de Dawkins y de los humanistas pretende aunar la buena educación y el apego teórico a la experiencia características de la academia anglosajona. A pesar de ello, las reacciones del integrismo católico ante su campaña no han hecho gala de estos mismos valores, pues el ayuntamiento de Génova ha prohibido la publicidad atea en los autobuses, y en el propio ayuntamiento de Barcelona, algún concejal católico ha mostrado públicamente su enojo por la exhibición pública de mensajes que niegan aunque sea parcial y educadamente a Dios. Sin duda, es recomendable guardar las formas y mantener el respeto por las opiniones ajenas, sobre todo si no las compartimos. La libertad de pensamiento, según la fórmula de Rosa Luxemburg, es siempre "sólo la libertad del que piensa de otra manera (immer nur die Freiheit des Andersedenkenden)". Precisamente, por ello creemos necesario poder pensar de otra manera que los creacionistas y negar sus tesis de manera clara y tajante, replicando con todo respeto a los creacionistas...y al profesor Dawkin : Dios no existe, sin la menor duda.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Optimismo y pesimismo antropológico (respuesta a Carolus)

[Carolus escribió el siguiente comentario a propósito del texto sobre Wendy Brown que figura en la entrada del día 30 de octubre del presente blog: "Sólo hay un punto en el que no estoy de acuerdo: no creo que la crueldad esté en la naturaleza del hombre, como no lo está en ningún animal superior. Como lo contaba Erich Fromm hace ya algunos años, estudios prehistóricos y antropológicos muestran que el hombre llamado primitivo no es cruel, ni siquiera autoritario o agresivo, salvo por motivaciones de autodefensa. Es con el surgimiento de la propiedad privada y la civilización agrícola y urbana con lo que aparecen esos comportamientos." He decidido responder y desplazar la respuesta de los comentarios a las entradas.]

El comentario de Carolus se centra en un problema fundamental del pensamiento político, la contraposición entre optimismo y pesimismo antropológico. De la concepción que se tenga del hombre dependerá el que se procure limitar su maldad y peligrosidad mediante formas de coacción o se opte, como pretende Erich Fromm y con él todo un sector del pensamiento anarquista, liberar la capacidad o energía individual trabada por la autoridad familiar o estatal. La contraposición entre posiciones autoritarias o incluso absolutistas y posiciones liberales o libertarias depende término de esta alternativa por el que se opte. De manera muy simple, se trata de saber si el hombre es bueno y capaz de convivir y colaborar libremente con sus congéneres o si tiene una insuperable inclinación a enfrentarse con ellos, a destruirlos o sencillamente a odiarlos. A este respecto, afirmaba Carl Schmitt lo siguiente a propósito de la utilización del pesimismo y del optimismo antropológicos: "Lo que hay que hacer es ver cómo las precondiciones "antropológicas" difieren en los distintos ámbitos del pensamiento humano. Un jurista del Derecho Privado parte del supuesto de "unus quisque praesumitur bonus". Mientras el moralista presupone la existencia de un libre albedrío para elegir entre el bien y el mal, un teólogo cesa de ser teólogo si no considera a los hombres como pecadores, o necesitados de la redención, y si ya no sabe distinguir a los redimidos de los irredentos, a los elegidos de los no-elegidos. Puesto que la esfera de lo político está determinada en última instancia por la posibilidad real de un enemigo, a las concepciones políticas y al desarrollo de ideas políticas no les resulta fácil tomar un "optimismo"antropológico como punto de partida. De hacerlo, anularían la posibilidad del enemigo y, con ello, también toda consecuencia específicamente política." (Carl Schmitt, El concepto de lo político). Cierto pesimismo antropológico es así necesario, según el jurista alemán, para la mera existencia de una esfera como la de la política donde el antagonismo es un factor esencial. El poder soberano al que los individuos se ven sometidos responde al mal que existe en el hombre; mal que, desde el punto de vista de la teología, se origina en el pecado original. Prosigue Schmitt: "La relación entre las teorías políticas y los dogmas teológicos sobre el pecado — que se destaca especialmente en Bossuet, Maistre, Bonald, Donoso Cortés y F.J. Stahl — se explica por el parentesco que existe entre estos postulados conceptuales. Al igual que la diferenciación entre amigos y enemigos, el dogma teológico básico de la pecaminosidad del mundo y del Hombre conduce — mientras la teología no se diluya en simple normativa moral o pedagogía y mientras el dogma no se convierta en mera disciplina — a una clasificación de los Hombres, a una "toma de distancia", y hace imposible el optimismo indiscriminado de un concepto universal del Hombre. En un mundo bueno, entre Hombres buenos, naturalmente reinaría la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; en este caso, los sacerdotes serían exactamente tan superfluos como los políticos y los estadistas."

De este modo, lo que entiende Carl Schmitt por política, esto es la política que está basada en la idea de poder soberano, tiene necesariamente un fundamento teológico. Inversamente, la política se hace imposible cuando se cree en la intrínseca bondad humana, cuya expresión teológica más clara fue históricamente la teoría de los preadamitas (Cf. Isaac Péreire, Systema theologicum ex praeadamitarum hypothesi (1655)), que postula la existencia de una humanidad anterior a Adán a la que no afecta el pecado original y que, por consiguiente no está sometida a la ley. La ley, y la existencia misma de un legislador soberano resultan necesarias a partir del momento en que existe pecado y ociosas o incluso imposibles cuando este no existe. De este modo, no parece posible que exista política si se prescinde de un presupuesto antropológico pesimista.

La oposición pesimismo/optimismo antropológico no es, con todo, un marco ineludible de la reflexión política. En primer lugar, porque se trata de una alternativa cuyos elementos se basan en una concepción teleológica del hombre. Las ideas de bien y de mal corresponden a la realización o no realización de una esencia que constituye la finalidad de un ente. Ahora bien, esa finalidad incluye siempre la voluntad de un sujeto de orden superior, divino o transcendental, voluntad que quiere que esa esencia se realice. Bien y mal, bondad o maldad humanas sólo tienen sentido si se supone que existe una esencia o naturaleza humana enmarcada en el esquema teleológico: sujeto-esencia-fin. Fuera de ese esquema en el que convergen la teología y el sentido común más inmediato (efecto directo y estructural de la forma sujeto), no hay ni bien ni mal, ni maldad ni bondad. Cada individuo actúa como lo que es, con una esencia liberada de toda finalidad y de cualquier lazo de dependencia respecto de una realidad transcedente o transcendental. Nadie lo habrá afirmado más radicalmente que Spinoza en su carta de 13 de marzo de 1665 a su aterrado interlocutor, el teólogo calvinista Blyenbergh: "… Si alguien se da cuenta de que puede vivir de manera más agradable atado a una cruz que sentado a su mesa, será el último de los necios si no se crucifica. Asimismo, quien viera claramente que puede gozar realmente de una vida mejor y más perfecta cometiendo crímenes que practicando la virtud, también sería necio si no lo hiciera, pues los crímenes, respecto a una naturaleza humana pervertida en este modo, serían virtudes. ..."

El bien y el mal universales son conceptos imaginarios. Si se pone entre paréntesis todo orden político, jurídico y moral colectivo, lo único que encontramos son expresiones de las distintas potencias o esencias de los individuos en el orden natural. Esta línea de rechazo de la teleología caracteriza a la tradición materialista más rigurosa, la que, pasando por Spinoza va de los materialistas de la antigüedad, a Machiavello y a Marx. En esta tradición debe también incluirse a Sigmund Freud. Nos apoyaremos en sus lúcidas observaciones sobre la guerra del 14, para determinar la posición, situada más allá del pesimismo y del optimismo antropológicos, que permite el desarrollo de una ética y una política materialistas.

La primera guerra mundial sirve de marco a la reflexión de Freud. La guerra que comienza en 1914 no fue un conflicto más, sino el auténtico laboratorio de la barbarie del siglo XX. La guerra imperialista costó 10 millones de muertes y más de 24 millones de heridos graves y una gigantesca destrucción material. En ella se ensayaron los gases de combate y otros medios técnicos de destrucción masiva de vidas humanas. También se experimentaron poderosos insecticidas que primero se utilizaron para destruir piojos, luego, durante el nazismo, en las cámaras de gas inicialmente destinadas a los discapacitados alemanes y, posteriormente a los judíos y otras razas "inferiores". El trato de millones de seres humanos como carne de cañón, su inmersión en un conflicto tan absurdo en sus motivaciones explícitas como dominado por la razón tecnológica e industrial presagia lo que vendrá después y que se resume en dos topónimos: Auschwitz e Hiroshima. Freud es perfectamente consciente de la dimensión del fenómeno, como persona informada de la actualidad y como clínico que no tardó en recibir a víctimas de traumas bélicos. En un artículo de 1915 (De guerra y muerte. Temas de actualidad. (1915) «Zeitgemässes über Krieg und Tod») realiza una serie de observaciones sobre la guerra y la muerte que resultan aún hoy de gran pertinencia.

La guerra, para Freud, marca el fin de la ilusión progresista en que habían vivido los grandes países europeos. Se acabó en 1914 el sueño cosmopolita o incluso paneuropeo: dos bloques de naciones que figuraban entre las más civilizadas se enfrentan a muerte en una guerra caracterizada por la carencia de escrúpulos y la abundancia y refinamiento técnico del material. Una guerra en la que los códigos morales y cívicos que la civilización había logrado imponer sobre las pulsiones humanas se relajan al extremo abriendo paso a la barbarie en nombre del patriotismo o incluso de una guerra "por la paz" y contra los "belicistas". El Estado revela así, más allá de sus pretensiones de legitimidad, su auténtica cara: "Los pueblos -dirá Freud- están más o menos representados por los Estados que ellos forman; y estos Estados, por los gobiernos que los rigen. El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco." El Estado no es así una fuerza civilizadora y bondadosa: es el titular del monopolio de la violencia. Si pone fin a la violencia privada, lo hace merced a un monopolio de la violencia autogenerado por la propia correlación de fuerzas que con él se establece.

Con todo, la exhibición descarnada de la violencia monopolizada por el Estado sólo puede afectar a los individuos como seres morales en la medida en que ellos mismos también son capaces de violencia y de crueldad. "Tampoco -prosigue Freud- puede asombrar que el aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos rectores de la humanidad haya repercutido en la eticidad de los individuos, pues nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable que dicen los maestros de la ética: en su origen, no es otra cosa que «angustia social». Toda vez que la comunidad suprime el reproche, cesa también la sofocación de los malos apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural."

Lo que se denomina "maldad" es ingrediente esencial de la estructura psíquica del hombre. "En realidad -dirá Freud- no hay «desarraigo» alguno de la maldad. La investigación psicológica -en sentido más estricto, la psicoanalítica- muestra más bien que la esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales; de naturaleza elemental, ellas son del mismo tipo en todos los hombres y tienen por meta la satisfacción de ciertas necesidades originarias. En sí, estas mociones pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por malas -escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles- se cuentan entre estas primitivas."

Lo característico de las pulsiones que sirven de base a nuestro psiquismo es su intrínseca ambivalencia y su amplísima plasticidad en cuanto a objetos y metas. Tal es la consecuencia inevitable de la existencia en el mundo del animal que habla, animal cuya peculiar dignidad consiste en carecer de hábitat propio y de instintos adaptados a un entorno vital determinado. La pulsión (Trieb) diferencia definitivamente al hombre del animal. Como aclara Jacques Lacan: "Freud nunca habla de instinto, sino sólo de Triebe (pulsiones). / El Trieb , como algo distinto del movimiento institintivo, es, efectivamente, su coalescencia con el significante que lo especifica." (Jacques Lacan, 1958 - Intervention après l'exposé de S. Leclaire). La inevitable relación de fusión del movimiento instintivo con el significante, instituye un cambio definitivo de terreno. La movilidad y la plasticidad de unas pulsiones liberadas de la naturaleza por el lenguaje abren la posibilidad de que haya historia y diversidad cultural, pero al mismo tiempo introducen una precariedad y una inestabilidad fundamental en todo lo humano. Prosigue así Freud:
"Estas mociones primitivas tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas, guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia. Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en altruismo, y la crueldad, en compasión . Favorece a estas formaciones reactivas el hecho de que muchas mociones pulsionales se presentan desde el comienzo en pares de opuestos, una circunstancia bien asombrosa y ajena al conocimiento popular, que ha recibido el nombre de «ambivalencia de sentimientos». Facilísimo de observar y de comprender es el hecho de que, con gran frecuencia, un amor y un odio intensos aparecen juntos en la misma persona. El psicoanálisis agrega que no raras veces las dos mociones de sentimientos contrapuestos toman también por objeto a una misma persona."

En primer lugar, objeto de la ambivalencia afectiva serán las personas más próximas, las más identificadas por el sujeto consigo mismo: "Estos seres queridos son, por un lado, una propiedad interior, componentes de nuestro yo propio, pero, por el otro, también son en parte extraños y aun enemigos. El más tierno y más íntimo de nuestros vínculos de amor, con excepción de poquísimas situaciones, lleva adherida una partícula de hostilidad que puede incitar el deseo inconsciente de muerte." Y es que ese amor a los seres queridos como componentes de nuestro yo propio acarrea consigo mismo la propia ambivalencia e inestabilidad que afecta a la identidad del sujeto. Un sujeto cuya identidad definitivamente inserta en el lenguaje -que siempre es el lenguaje del otro- depende del reconocimiento en el otro y por el otro. De ahí que tenga, respecto de su Yo, "que es un otro" una inevitable relación de amor-odio.

Llega así Freud a su conclusión aparentemente pesimista de que: "si se nos juzga por nuestras mociones inconscientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos." Aparentemente, pero sólo aparentemente estamos aquí ante la premisa pesimista que Carl Schmitt, siguiendo a Hobbes, consideraba propia de toda política. Esto debe, sin embargo, matizarse. Por un lado, lo que Freud formula no es una teoría teológica del pecado, pues de manera explícita sitúa explícitamente las pulsiones fuera del orden teleológico del bien y del mal. Por otra parte, su insistencia en la ambigüedad, en la ambivalencia de las pulsiones que no son ni buenas ni malas, permite situarlas como el cimiento mismo de la civilización, una vez que son moduladas por esta.

La barbarie y la civilización, la crueldad y la bondad tienen así una raíz común. La pulsión instituye en la base del psiquismo y de la civilización humana un elemento de riesgo y de indefinición que es precisamente lo que hace del hombre un animal político. La política es dimensión constitutiva del animal parlante. Intentar con los optimistas antropológicos instituir una sociedad armoniosa con valores unánimemente compartidos, sin antagonismo y sin riesgo equivale a liquidar lo específico del ser humano. Los pesimistas antropológicos, que pretenden neutralizar la intrínseca maldad del hombre mediante la autoridad de un Estado que impone sus normas procuran en último término alcanzar el mismo objetivo. La coincidencia históricamente documentada entre los objetivos de neutralización de la política de los liberales más críticos hacia el Estado como Benjamin Constant y de los regímenes autoritarios, incluidos el fascista y el nacionalsocialista no es casual. En ambos casos se pasa por alto la ambivalencia de las pulsiones para poder declarar al hombre bueno o malo, para confiar en el automatismo del bien o en el del aparato estatal destinado a someter al mal mediante la disciplina y el control. Tanto la economía que, con su autorregulación, expresa de manera más o menos directa el optimismo antropológico, como la policía, cuyo fundamento, como se sabe, es pesimista, son aparatos. Como aparatos funcionan conforme a un saber técnico e ignoran la división y la ambivalencia del sujeto, en otras palabras, su condición política. Reconquistar la condición política más allá de la policía y de la economía es asumir la libertad como riesgo, como posibilidad del mal. El liberalismo ha criticado siempre las posiciones políticas radicales, las que cuestionan los fundamentos del capitalismo como proclives a la dictadura. Puede responderse a esto que aceptar el riesgo de los excepcional, de los extralegal e incluso violento es indispensable para evitar que la dictadura sea la única realidad.